Mientras los hombres cambian
El rabino se halla plantando una flor cuando un excitado discípulo le cuenta que el Mesías ha venido. Como es un sabio, el rabino acaba de plantar la flor antes de ir a comprobar la noticia.
Proverbio rabínico
Se trata de romper el mal
(Escrito a 13 de mayo de 2020)
No sé lo que pasa cuando luego de dos semanas frenéticas un ser humano que se jacta de serlo, pretende ver nuevamente de corrido Breaking bad. No sé si esta es una actitud natural o si obedece a un impulso con características de adicto que impera en nuestras entrañas, pero la verdad que cuenta esa historia, dosificada con la violencia y el humor negro necesarios para ubicarse en el olimpo de las series televisivas, es tan conmovedora como una pieza teatral de Shakespeare, sin alcanzar los matices que la imaginación nos hereda pero superando al bardo en el empeño temporal que semejante tragedia alcanza. No es Shakespeare, pero es algo que se le acerca y que merece ser llamada shakespereana.
Walter White no da lecciones, salvo en el último capítulo. Su misión no es la de encantar, pero pocas veces uno aspira como en este caso que el mal triunfe, que muera con dignidad, pero que muera. Porque el mal solo triunfa en la muerte y al presenciar su acabose estamos ante nuestra propia inteligencia emocional, o inteligencia a secas, que nos empuja hasta el fondo del sofá, como las manos de un asesino que trata de sacarnos una confesión antes de volarnos los sesos, y rogamos que muera Walter White, que no continue su calvario, y nos convertimos en él, en un asesino que no puede dejar de desear una muerte.
Breaking bad puede ser la mejor serie de la historia, pero eso a quién le importa. Lo que sí importa es lo que deja a su paso, una impresión avasalladora de que nada en el mundo es tan bueno como vivir, y que eso se encuentra de una u otra manera, y esa a veces puede ser la de sufrir y hacer sufrir. Job, presente; Faulkner, presente; Stevenson, presente; Edgar Allan Poe y Hermann Melville, presentes; Shelley, presente; ¿Whitman?, ¡por favor!, Kafka, presente de varias maneras; Shakespeare se diluye en el vapor que emanan las máquinas con las que elaboran la metanfetamina, hasta que lo respiramos. En esta obra están los importantes.
Y Walter White es tan solo un reflejo nuestro. Si hay algo que puntualizar es eso: que todos somos malos, y en nuestro mal somos el rey.
Coda:
Corrijo sin tachar lo anterior. No todos somos malos. Solo los seres humanos con todas nuestras capacidades que no sabemos cómo entretener. Walter Jr. es el bueno de la película (bueno, de la serie), y, como pasa siempre en estos casos (pensemos en Joker en que solo el enano no padece de maldad pura, y es el único a quien el Guasón no fulmina), en las debilidades está la fortaleza, la invulnerabilidad.
Epopeya del noctívago
En el barrio, un fino gato Maine Coon. Su nombre, Beethoven: ojos color miel con dos triángulos isósceles negros apuntando al suelo, hipnotizadores, en lugar de pupilas; melena parda que tentaba acariciarla. Maullaba espléndido. Se trataba de un maullido lento, ceremonioso, algún osado lo imaginó practicado. Traía de regiones remotas tejados recorridos y escondrijos ideales. Su música sugería lo que en la música no está. Las gatas, sinuosas (como el brillo de una estrella en una charca que recuerda a un brazalete que se agita en la danza), contoneando su aceptación, se rendían a sus deseos. Alguna vez, más de una vez, casi siempre Beethoven se imaginó un león entre los gatos. Un dios. Una bestia eléctrica. Se escapaba en las noches, gustaba caminar por donde la luz flaquea, volvía agredido, campante, hermoseado y laureado de olores impregnados. Al día siguiente su dueña no se cansaba de lisonjearlo, de acicalarlo. Un dios tiene que vivir una epopeya, la que vivía Beethoven.